Un grupo de ateos muy sensibles

Es común escuchar de boca de los «creyentes» que los ateos son seres malignos e insensibles y, por tanto, despreciables. Y cuando alguno de ellos osa satirizar a algún «santo», no dudan en declarar que ante tal blasfemia, el sujeto se hace acreedor de una estadía por tiempo indefinido en el infierno. Pues bien, para ellos (en realidad, para todos), aquí va un mensaje de un grupo de ateos muy divertidos y también muy sensibles, que vale la pena detenerse a analizar.

Se trata de la escena final de la película «La vida de Brian» (1979), del genial grupo cómico inglés Monty Python. La misma se desarrolla a partir del año 1 en el poblado de Belén, donde nace Brian (no, no, no es quien están pensando… Brian nace en el establo de al lado).

Puede el lector imaginarse el revuelo que causó tal parodia y la fuerte oposición de varios sectores religiosos, que se sintieron profundamente ofendidos (quizás, principalmente por eso de «viniste de la nada, volverás a la nada«).

Unos 10 años después, Graham Chapman (Brian) visita a su odontólogo y éste encuentra una protuberancia en una de sus amígdalas. Resultó ser un cáncer espinal que lo llevó a la tumba en menos de un año (aunque Chapman se mantuvo activo como actor hasta último momento).

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Un manifiesto ateo

Desde hace tiempo observo con tristeza (y, no lo voy a negar, mucha bronca) cómo la sociedad en la que vivo se vuelve cada vez más creyente (y crédula).

Sin ir más lejos, hace pocos días, la Universidad Nacional de Río Cuarto prestó sus instalaciones para una reunión de unos 2000 supersticiosos «jóvenes franciscanos». Pocas cosas se me ocurren que puedan distar más del objetivo de una Universidad pública y, sin embargo, a nadie pareció importarle (seguramente, porque se trata de una rama de la «religión oficial«, cosa que todavía existe en la Argentina).

Pensando en esta lamentable, perniciosa y peligrosa tendencia, me puse a buscar entre varios documentos que tenía archivados y decidí publicar la traducción de un excelente artículo escrito por el filósofo Sam Harris, que reproduzco a continuación.

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